Los desconocidos lo creyeron soberbio, los amigos lo creyeron traidor, su
amor lo creyó infiel. Lo arrestaron abusando de la pasión por ideales que
fueron más astutos que él, y de él se alimentaron. Se confinó a sí mismo a una
inmejorable calma en la que lamentarse por cómo debiera ser el mundo.
Solo hizo falta la peste del tiempo para que los desconocidos lo volvieran
leyenda, los amigos lo coronaran y su amor lo hiciera rey. Y solo hizo falta
una probada del disfrute del anhelo, para saberlo efímero y gris.
Pensar la luz, pensar lo grande, lo universalmente indicado no debiera ser
pecado del ego, sino fuego para alimentar las almas.