Son
las siete, o quizás las ocho. En los fuegos de octubre me enciendo en nervios
constantes y busco en un cajón de ansiedad el cuchillo para cortar un rato con
todo. Los metales del nuevo amanecer taladran duro y me levanto a ver qué pasa.
De repente el sol aparece nuevamente, no era un simulacro.
Al
son de las botas camino hacia el mate, que me espera anhelando el toque de
azúcar que no pienso darle, porque pienso dejarlo amargo. Son casi nueve
minutos de caravana hasta que estoy sentado a punto de agazapar la ira y saltar
raudo dejando atrás al alba. Puede ser que piense un rato y luego olvide tu
olor, mezcla de pucho y perfume de no sé cuál.
No
José. Te escucho como si fuera ayer y me río solo. Hasta pudiendo acusarte de
estúpida me dibujas una sonrisa y acelero al centro. Cuadras rotas, sucias,
gentes indiferentes. Cuanta vesania me brota cada vez que lo noto —siempre, he
de decir—. Sigo riendo, porque casi siempre vuelvo a recordarte llegando al
cruce, épico de bluses y poesías.
Media
mañana y ya me olvidé de todo. Salgo y piso las piedritas, hay como un viento
genial y el sol me pega en los ojos. Y ahí estas de nuevo. Supongo que miento a
cada momento diciendo que me olvido. Me río y empiezo de nuevo mañana.