Todos significamos,
relativamente, algo para alguien. Eventual y coyunturalmente somos lo viejo, lo
presente o lo nuevo. Salvedad válida al respecto de las connotaciones –peyorativas
o no– que pudieran hacerse al respecto, siempre caemos en alguna de estas características
funcionales.
Así las cosas,
no podríamos decir que uno, en tanto objeto o sujeto, signifique nada. Uno significa,
entonces, en tanto exteriorizaciones simbólicas. Aún más, en ese orden de
ideas, uno significa para sí mismo según sus propias exteriorizaciones
simbólicas. La disociación entre el sujeto-objeto que nos compone y una suerte
de entidad que se manifiesta, es evidente.
Las
exteriorizaciones simbólicas se dan condicionadas por una serie de factores
internos y externos. En los primeros, conviven dos clases de reacciones: las
anteriores y las posteriores. Las anteriores son las puras, las inocentes y las
más versátiles. Las posteriores siguen siendo internas, mas rígidamente
condicionadas por los factores externos, y disimuladas a tal punto que ni en
veinte años de diván podríamos encontrarlas en sus oscuras ciénagas.
Deberíamos
concluir entonces, que las tres significaciones relativas están más ligadas a
la noción temporal de lo que podría a priori deducirse. También deberíamos
acordar, en que a fin de convivir con estas significaciones, debemos
considerarnos como un tercero, a propósito de estas.
Entonces,
puede uno encontrar quietud estando seguro de consagrar en la unidad de tiempo
que desee, una parte de aquella entidad manifestada a cada una de las nociones
temporales que caben en nuestra razón sin demasiado esfuerzo metafísico. No hacerlo
estaría significando, finalmente, un insulto a nuestro significado.