Alguna vez escuché por ahí, que
hay gente que vive adentro de un termo. En efecto, no se trata de un termo de
dos ambientes, ni de uno con grandes comodidades o lujosas piscinas en las que
chapucear en los días de calor. Todo parece indicar que estos termos, dentro de
los cuales extraños seres suelen habitar, no son más que una palabra no dicha,
un desencuentro o simplemente la pereza.
Siempre pienso que la pereza no
deja de atacarnos por los más variados flancos, y en verdad, no nos da respiro.
Es que hoy, nos preocupamos tanto de nosotros mismos, que nos olvidamos de
nosotros mismos. No, no he cometido ningún error de redacción. Nos olvidamos de
nosotros. No hay televisión, no hay Internet, no hay pedazo de plástico
globalizado que nos sirva de espejo. Y parece ser al mismo tiempo, que no hay
manera de que lo entendamos.
Insisto en que la pereza nos gana
la pulseada y nos arrebata lo mejor, se lo queda para ella y lo deglute sin que
nos hayamos podido enterar. Es que señores: las cosas están ahí, esperándonos a
que seamos protagonistas de una maravillosa orquesta que toque exclusivamente
para el deleite de quien tenga la sensibilidad suficiente, de quien sea capaz
de percibir su majestuosidad: nosotros.
Hace ya tiempo alguno, que decidí
que la solución era irse. Ya de joven, intuía que las cosas siempre estarían
allí esperándome, y que era yo –como quien cambia de lente- el que debía
descubrir todo lo que hay en escena. Casi como si mirase un cuadro tantas veces
como fuera posible, desde los más variados puntos, y fuese descubriendo todo lo
que faltaba de la vez anterior, y fuese viendo con más claridad lo que no veía
previamente.
Irse es siempre una molestia, es
una situación incómoda, es una circunstancia que nos obliga a realizar, en
parte, algo que no queremos realizar, y que en verdad de cosas, no sabemos bien
siquiera para qué lo hacemos. Ese es el principal mandoble que tenemos contra
la pereza.
Yo me he ido dos grandes veces:
la primera de bastante joven y la segunda, también joven pero ya más consciente de lo que estaba haciendo, al proceso al cual me estaba sometiendo.
Las reflexiones en mis idas,
siempre convergen en el mismo punto. La verdad del asunto, es que las idas son
importantes solamente porque existen las venidas. ¿Qué sería de una ida si no
existiese una venida? Sería un proceso carente de sentido, un sometimiento
total y absoluto a un sufrimiento que acabaríamos por no saber si es tal,
puesto que está más allá de los límites pensables.
He aprendido que una de las cosas
más terribles que tiene el proceso de irse, es el distanciamiento. Soy una
persona fría en muchos sentidos; pero insisto en que no tenemos otro espejo que
el otro, y no cualquier otro, sino el ser amado. El distanciamiento hace que
aprendamos a amar, hace que aprendamos a que cada mínimo acto de presencia,
aunque sea en sentimiento, sea sumamente valioso. Hace que sepamos que así como
hay un principio, tenemos un fin y un turno para tocar en esta orquesta.
Ya estando lejos, muy lejos de
casa, en mi segunda ida, caminado por las calles de una ciudad medieval de
piedra, decidí escribir una carta. No un e-mail, no un mensaje de texto, una
carta. Tenía en mi interior sentimientos que eran indescriptibles y que sin
embargo, debían encontrar rápidamente a su receptora para que pudiera
explicarse lo inexplicable de su esencia. Decidí escribir a quien esta segunda
ida me había enseñado a amar. Decidí comunicarle, aparecerme por el segundo más
corto de los segundos frente a ella, con la expresión más cruda de la
desesperación de la distancia y llegar a su corazón.
Me apresuré a tomar mi bolígrafo
negro, y escribí. Lo hice tan rápido, tan naturalmente y de manera tan visceral que apenas recuerdo lo que escribí. Sentía estar hablándolo y la emoción hacía
vibrar cada una de mis células, era verdaderamente un sentimiento agridulce de
cercanía y distancia.
Luego, apagué las luces, y me
dormí…
A la mañana siguiente, muy
temprano envié mi carta. Esta vez, no estaba feliz por saber que irse siempre
nos hace estar más vivos, sino porque la ida me había marcado iluminadamente mi
camino de vuelta, de vuelta a casa.