jueves, 7 de mayo de 2015

Dieciséis.

Una noche, cansancio, un bar, amigos. El reverdecer etílico de todo lo que te estabas olvidando a la vuelta de la esquina. Todo lo que nunca se olvidó de vos, sabiendo que tanto bien te hace y que, aunque lo niegues, sigue ahí esperándote como si fuera una madre sabedora de que la distancia puesta por un hijo sirve para crecer.
Tanto bien te hiciera aquello, que así desearías fueran todos los segundos de cada día. Pero sos consciente de lo finito, de lo que termina. Es que todas esas cosas maravillosas le deben el calificativo a su caducidad.
Fue sin embargo un momento sobre los segundos finales de la noche. Dieciséis segundos fenomenales que duraron tanto más de lo que podrías haber esperado nunca. Esos dieciséis segundos se detuvieron en largas horas, a modo de gauchada del universo, a modo de tregua. Esos dieciséis segundos duraron más, mucho más.
Hoy, todo sigue siendo igual de injusto. El problema, es que todo es menos drástico. La vida está amotinada en un discurso pseudo-tolerante chicloso que ya se estiró demasiado. Ya no se puede sostener. El misterio de lo global te da ansiedad, porque todavía no descubrís, no vivís, no viajás, no conocés, no disfrutás… no. Definitivamente ya no se puede sostener.
Y es que el universo lo sabe. Como padre que no primerea, deja que todo pase, le pese a quien le pese. Pero a veces, nos da esos dieciséis segundos que duran más, que parecen eternamente expandidos. Esos dieciséis segundos que parecen materializar la posibilidad de un estado diferente, un tempo bien marcado.

Esos dieciséis segundos están por todas partes. Darán nueva esperanza cada vez que se presenten.