Una noche, cansancio, un bar,
amigos. El reverdecer etílico de todo lo que te estabas olvidando a la vuelta
de la esquina. Todo lo que nunca se olvidó de vos, sabiendo que tanto bien te
hace y que, aunque lo niegues, sigue ahí esperándote como si fuera una madre
sabedora de que la distancia puesta por un hijo sirve para crecer.
Tanto bien te hiciera aquello,
que así desearías fueran todos los segundos de cada día. Pero sos consciente de
lo finito, de lo que termina. Es que todas esas cosas maravillosas le deben el
calificativo a su caducidad.
Fue sin embargo un momento sobre
los segundos finales de la noche. Dieciséis segundos fenomenales que duraron
tanto más de lo que podrías haber esperado nunca. Esos dieciséis segundos se
detuvieron en largas horas, a modo de gauchada del universo, a modo de tregua. Esos
dieciséis segundos duraron más, mucho más.
Hoy, todo sigue siendo igual de
injusto. El problema, es que todo es menos drástico. La vida está amotinada en
un discurso pseudo-tolerante chicloso que ya se estiró demasiado. Ya no se
puede sostener. El misterio de lo global te da ansiedad, porque todavía no
descubrís, no vivís, no viajás, no conocés, no disfrutás… no. Definitivamente
ya no se puede sostener.
Y es que el universo lo sabe. Como
padre que no primerea, deja que todo pase, le pese a quien le pese. Pero a
veces, nos da esos dieciséis segundos que duran más, que parecen eternamente
expandidos. Esos dieciséis segundos que parecen materializar la posibilidad de
un estado diferente, un tempo bien marcado.
Esos dieciséis segundos están por
todas partes. Darán nueva esperanza cada vez que se presenten.