Cómo es que cuesta tanto no perder el punto de vista. La muerte
está ahí, todos los días conviviendo con nosotros y, aún así, perdemos
perspectiva. Todo puede pasarnos en cualquier momento, a nosotros, a cualquiera
y, aún así, corremos maquinando que cada problema es el peor y que cada ínfimo
detalle cuenta tanto como toda una vida.
Es que jamás vamos a entender. La historia la cuentan
sobrevivientes. Siempre sabemos de la muerte por aquello que nos alejó de ella.
Aquel momento en que vimos cuánta distancia nos separaba y por eso, no sabemos
nada sobre ella. Nosotros, que nos quedamos acá abajo –o acá arriba–, no
entendemos porque no tenemos forma ni manera.
Todo lo que se de la muerte me deja callado. Todo lo que se
de la muerte me pone en jaque. Amenaza mi pasado, mi presente y mi futuro. Me dice
todo lo que estuvo mal, lo que no debo y lo que hay que temer que suceda. Me inhibe
y protagoniza momentos como el actor despechado que no consigue su papel. Desarma
mis conclusiones lógicas como si mis ideas fueran frágiles gajos de fruta.
Aún después de tanta muerte seguimos en cólera, seguimos
adrenalínicos y enérgicos en zonceras que en realidad… no importan. No tienen
peso específico y no pueden conmovernos, no pueden deslumbrarnos.