lunes, 29 de octubre de 2012

Irse


Alguna vez escuché por ahí, que hay gente que vive adentro de un termo. En efecto, no se trata de un termo de dos ambientes, ni de uno con grandes comodidades o lujosas piscinas en las que chapucear en los días de calor. Todo parece indicar que estos termos, dentro de los cuales extraños seres suelen habitar, no son más que una palabra no dicha, un desencuentro o simplemente la pereza.
Siempre pienso que la pereza no deja de atacarnos por los más variados flancos, y en verdad, no nos da respiro. Es que hoy, nos preocupamos tanto de nosotros mismos, que nos olvidamos de nosotros mismos. No, no he cometido ningún error de redacción. Nos olvidamos de nosotros. No hay televisión, no hay Internet, no hay pedazo de plástico globalizado que nos sirva de espejo. Y parece ser al mismo tiempo, que no hay manera de que lo entendamos.
Insisto en que la pereza nos gana la pulseada y nos arrebata lo mejor, se lo queda para ella y lo deglute sin que nos hayamos podido enterar. Es que señores: las cosas están ahí, esperándonos a que seamos protagonistas de una maravillosa orquesta que toque exclusivamente para el deleite de quien tenga la sensibilidad suficiente, de quien sea capaz de percibir su majestuosidad: nosotros.
Hace ya tiempo alguno, que decidí que la solución era irse. Ya de joven, intuía que las cosas siempre estarían allí esperándome, y que era yo –como quien cambia de lente- el que debía descubrir todo lo que hay en escena. Casi como si mirase un cuadro tantas veces como fuera posible, desde los más variados puntos, y fuese descubriendo todo lo que faltaba de la vez anterior, y fuese viendo con más claridad lo que no veía previamente.
Irse es siempre una molestia, es una situación incómoda, es una circunstancia que nos obliga a realizar, en parte, algo que no queremos realizar, y que en verdad de cosas, no sabemos bien siquiera para qué lo hacemos. Ese es el principal mandoble que tenemos contra la pereza.
Yo me he ido dos grandes veces: la primera de bastante joven y la segunda, también joven pero ya más consciente de lo que estaba haciendo, al proceso al cual me estaba sometiendo.
Las reflexiones en mis idas, siempre convergen en el mismo punto. La verdad del asunto, es que las idas son importantes solamente porque existen las venidas. ¿Qué sería de una ida si no existiese una venida? Sería un proceso carente de sentido, un sometimiento total y absoluto a un sufrimiento que acabaríamos por no saber si es tal, puesto que está más allá de los límites pensables.
He aprendido que una de las cosas más terribles que tiene el proceso de irse, es el distanciamiento. Soy una persona fría en muchos sentidos; pero insisto en que no tenemos otro espejo que el otro, y no cualquier otro, sino el ser amado. El distanciamiento hace que aprendamos a amar, hace que aprendamos a que cada mínimo acto de presencia, aunque sea en sentimiento, sea sumamente valioso. Hace que sepamos que así como hay un principio, tenemos un fin y un turno para tocar en esta orquesta.
Ya estando lejos, muy lejos de casa, en mi segunda ida, caminado por las calles de una ciudad medieval de piedra, decidí escribir una carta. No un e-mail, no un mensaje de texto, una carta. Tenía en mi interior sentimientos que eran indescriptibles y que sin embargo, debían encontrar rápidamente a su receptora para que pudiera explicarse lo inexplicable de su esencia. Decidí escribir a quien esta segunda ida me había enseñado a amar. Decidí comunicarle, aparecerme por el segundo más corto de los segundos frente a ella, con la expresión más cruda de la desesperación de la distancia y llegar a su corazón.
Me apresuré a tomar mi bolígrafo negro, y escribí. Lo hice tan rápido, tan naturalmente y de manera tan visceral que apenas recuerdo lo que escribí. Sentía estar hablándolo y la emoción hacía vibrar cada una de mis células, era verdaderamente un sentimiento agridulce de cercanía y distancia.
Luego, apagué las luces, y me dormí…
A la mañana siguiente, muy temprano envié mi carta. Esta vez, no estaba feliz por saber que irse siempre nos hace estar más vivos, sino porque la ida me había marcado iluminadamente mi camino de vuelta, de vuelta a casa.

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