—no hables, pues
te tomaré de la mano cada vez que tus ojos lo pidan brillando como brasas
incandescentes. Te encontraré en cada gesto que hagas, solo para mostrarte la
inmensidad del domo estrellado en una noche helada y reír hasta que parezcamos
abarcarlo todo. El indescifrable muro de tu distancia, todas tus fortalezas,
tus anhelos ocultos… todo lo abrazarán mis manos hasta inundar tus lágrimas y
beber juntos todos los detalles, todo lo eminente—.
Monólogos a
Olivia.
No
había hoja que se moviera ese día, no había pared que pareciera siquiera gris y
triste. El aglutinamiento de palabras y palabras y otra vez palabras. No lograba
la concentración para desoír todo lo que habitaba en su lengua, justo ahí en la
punta.
Quizás
el alcohol, quizás la cantidad de alcohol, quizás el vidrio en los ojos y la
galleta en la garganta le hicieron entender que la única situación ridícula era
la suya. Puede que haya pasado la noche pensando para caer dormido e instantáneamente
despertar junto al dolor y la sanación.
Supo
que ya no querría conmiseración, que ya no tenía palabras para describirlo. Los
sonidos abrumadores de sus labios y no, no hay palabras. Todo aquello perdido
antes de ser. Todo aquello fagocitado desde hace tanto por el miedo.
Todos
ven con sus ojos, todos ven y todos lloran con sus ojos. Fue acusado de fortuna
por quien dio la estocada certera en el minuto preciso, simple y graciosamente,
como el que no sabe estar blandiendo al más filoso mandoble. Sangra la sangre
de la bestia, sangra la sangre de la soberbia, sangra la sangre de la dicha.
Sangra vehementemente.
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