La
espesura de la noche trayendo calma de sueños, sosiego de rocas y tierra. Sorteó
el escollo de otro amor y logró sentarse a contemplar, en el pulmón de
esmeralda, los viejos edificios y algunas ventanas con luz. Hubo de reflexionar
si él era todo, pero concluyó que se fue en mil partes. Estrelló el logro de la
palabra más precisa, la que simple y graciosamente es una con la verdad, que da
paso a la osadía de ser feliz.
Pensó
en ver toda la tierra rodar sin pretensiones, con la paciencia química que todo
lo degrada. El agua, el sol, las flores, el olor a humedad de las hojas en el
suelo. Tanto corría por sus venas y, sin embargo, se sentó frente a la nada,
quiso abrazarla y confesó tener miedo. Había iniciado allí el camino de la
soledad, había matado en un solo instante todo el movimiento.
Las
paradojas son sintierras, son sintiempos. Los espejos en los que se
miran ríen siempre y no se les ocurre callar ante la chance que la bestia
recuerde serlo, y los despedace sin la más mínima piedad. Todas las ilusiones
tienen algo de realidad, y en su mágico anhelo destrozan la quietud del alma,
invitan a la ansiedad.
Descubrir
de pronto que el suceso no escatima en horas, días y meses, recorrió su espalda
con helado presagio. Se encontró mirando en ese pulmón a sus propios ojos, a su
propio corazón de león, a su propio ideal de trascendencia, a su propia razón. Todo
eso se derrumbó con la más mínima grieta, la más indescifrable sugerencia, la
más escandalosa gota de amor.
Quizás
sea otro espejismo, o quizás haya encontrado la vida que se consume dentro de
la vida. Vienen vientos del sur a la ventana, y susurran un río que corre
agitado, alertan sobre todos los que vienen. Amanecerá mientras el sol lo
acompañe, agradeciendo al alba hasta el más intenso dolor.
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