De
sus muchas tácticas, la geomancia siempre fue la preferida. Estruendosos gestos
de premonición, caminos que se bifurcan y marcan la interminable ansiedad,
acechan desde lo extraño, desde lo que siempre descartó y ya nunca querrá mirar
de frente.
Todo
puede pasar, todo puede ser y aun así no encontramos los sigilos de la tierra,
que pacientemente nos espera. ¿Quiénes son los hijos de este suelo sino
aquellos que así sienten? Esas leves revelaciones sirenas, que me dicen que todo
son enfoques, que la luz son mis ojos y el viento mi pelo, y lo bello mi alma y
el mal mi propia oscuridad, se quedan atónitas frente al amor, que existe sin
que nadie sugiera nada.
Disparos
allá a lo lejos, en la ruta del desierto, que relata una eternidad en línea
recta y anuncia prisas pendulares a lo lejos, con electricidad en el cielo. La lluvia
no es tan potente y el sol no quema tanto como para hacerme descender. Los anhelos
se han pegado como escamas, la espera ya no es tensa y las ideas ahora existen más
allá de mis manos.
La
escrupulosa suavidad de la mañana en soledad resulta reveladora y no me cae en
gracia. El designio de poder hacer, el cansancio, la transparencia, el apartheid
a lo bello, la muerte de lo distinto, el plagio en cada una de mis ideas
rehenes del papel, el delirio que tienen todos en la cabeza.
Hay
molinos detrás y hay molinos delante. Exactamente los mismos. La quijotada es
ridícula si la relatividad terrenal entre el bien y el mal aplica a ambas
identidad de reglas, si la vara es flexible, si la víctima es terroríficamente
un monstruo reivindicado, si el asesino lo es en toda su carencia achacable a
mí mismo.
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