Hay una mancha
que recorre la pared, me mira y se sonroja en toda su impunidad de evento
incorrecto. Abstracta y provocadora me recuerda la fanfarria que precede al
hechizo idealista, a las quimeras más enfáticas y a las más desopilantes ideas,
tan ciertas ellas como la sed de los unicornios.
En el final, el
olvido es inevitable. Se conjuran la desaparición de las neuronas con las ansias
incendiarias de cada nuevo Prometeo, que se jactará de la originalidad de sus
transgresiones, que predicará sus justicias con éxodos por las autopistas de
los reyes.
Versiones interminables
de mis pasos, que se abren a cada momento, que caminan desde otras voces.
Susurra moribundo mi blasón, ensimismado desde hace ya tanto tiempo que no
logra recordar cuestionarse, no logra cambiar y así saberse vivo. Recrudece en
su impericia, respira cóleras mundanas y dialécticas intrascendentes para
mantener vista en algo y bebe de vez en cuando.
La espesura del
horizonte, la promesa de tiernos prados. El agobiante dilema de la mano que sostenga
dueña el golpe, en el puñetazo preciso, en la alineación de los sucesos, en el
estruendoso esplendor de los momentos.
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