No está en
ninguno de sus pensamientos. Entonces sufre. Recorre cada segundo del día
intentando descubrir el sentido de la luz, pero se enreda en el trastorno del
olvido, de lo no meditado. El dilema del amor es felino, es implacable ante los
idiotas, los que no tienen paciencia, los que no saben esperar.
A diario intenta
juegos esotéricos, de sanación. Pero sufre. Invocando ancestros intenta un
sentido loable a todo su hacer, pero todo se resume en la soledad, en el vacío,
en la escaramuza de los días. Silencio, ausencia, su ser que lo atormenta a cada
paso, a cada latido. Solo los reflejos de su alma tenue alcanzan a susurrar
tímidamente la calma, que no llega, que no influye, que no es trascendente.
Recorre la palma
de su mano en busca de respuestas. Es aún probable, que no las haya en otro
lugar, pues vivimos maravillados ante una realidad que nos supera, que nos
obliga a creer en que existe esa fuerza, ese orden, ese tipo que todo lo hace,
que todo lo sabe, que todo lo inventa, que todo lo resuelve. Es nuestra propia
realidad ínfima, incapaz he dicho, ante el amor, ante el azar y ante todo.
Toda esa
sucesión de errores y desaciertos que crean la más bella melodía, pueden estar
ausentes a cada respiro de sus pulmones, a cada suspiro en estado de ebriedad. Perdidos
y caminando por un universo que es confuso, con espesos pormenores, con detalles
esenciales, con hermosas presunciones.
La desesperanza
es carne. Sufre. La electricidad le retuerce cada célula y sufre. Todo cuaja y
cada vez sus preocupaciones son más ridículas, más mundanas e irrelevantes. Es un
camino demasiado inmenso para transitarlo solo, es un mundo salvaje, es un
viaje delirante. El espíritu que indica la llegada del segundo eón, mucho más
allá de la totalidad de su ley, vuelve eternamente injusta a la condena del
amor, que ordena la peor de las resignaciones, que lo interpela a ser más él.
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