domingo, 2 de abril de 2017

Adikia

No está en ninguno de sus pensamientos. Entonces sufre. Recorre cada segundo del día intentando descubrir el sentido de la luz, pero se enreda en el trastorno del olvido, de lo no meditado. El dilema del amor es felino, es implacable ante los idiotas, los que no tienen paciencia, los que no saben esperar.
A diario intenta juegos esotéricos, de sanación. Pero sufre. Invocando ancestros intenta un sentido loable a todo su hacer, pero todo se resume en la soledad, en el vacío, en la escaramuza de los días. Silencio, ausencia, su ser que lo atormenta a cada paso, a cada latido. Solo los reflejos de su alma tenue alcanzan a susurrar tímidamente la calma, que no llega, que no influye, que no es trascendente.
Recorre la palma de su mano en busca de respuestas. Es aún probable, que no las haya en otro lugar, pues vivimos maravillados ante una realidad que nos supera, que nos obliga a creer en que existe esa fuerza, ese orden, ese tipo que todo lo hace, que todo lo sabe, que todo lo inventa, que todo lo resuelve. Es nuestra propia realidad ínfima, incapaz he dicho, ante el amor, ante el azar y ante todo.
Toda esa sucesión de errores y desaciertos que crean la más bella melodía, pueden estar ausentes a cada respiro de sus pulmones, a cada suspiro en estado de ebriedad. Perdidos y caminando por un universo que es confuso, con espesos pormenores, con detalles esenciales, con hermosas presunciones.

La desesperanza es carne. Sufre. La electricidad le retuerce cada célula y sufre. Todo cuaja y cada vez sus preocupaciones son más ridículas, más mundanas e irrelevantes. Es un camino demasiado inmenso para transitarlo solo, es un mundo salvaje, es un viaje delirante. El espíritu que indica la llegada del segundo eón, mucho más allá de la totalidad de su ley, vuelve eternamente injusta a la condena del amor, que ordena la peor de las resignaciones, que lo interpela a ser más él. 

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